ENTRE NELA (MERINDAD DE SOTOSCUEVA) Y BRIZUELA (MERINDAD DE VALDEPORRES)

“A la tercera pregunta dijeron que el término de este lugar tiene un cuarto de legua del ábrego al cierzo y media del solano al regañón…”

(Nela: Catastro del Marqués de la Ensenada. 1752) 

Albores de abril. Una sencilla ruta circular por las Merindades de Valdeporres y Sotoscueva, visitando un primitivo castro entre los pueblos de Nela y Brizuela, es una idea que puede ser muy atractiva. 

Caminamos sin prisas, a la aventura... No me suele atraer lo previsible. Al contrario, prefiero escudriñar un mapa antiguo para buscar senderos casi desconocidos o volver a hollar caminos ya olvidados.

Desde Brizuela nos acercamos al río Nela que baja impetuoso, alegre y desenfadado. La primavera aún está adormecida y se aprecia el ocre en los álamos del río, en las encinas, en los robles... Sin embargo, el canto de los pájaros y algunos cerezos a punto de florecer anuncian que, poco a poco, nos alejamos del invierno. La temperatura es suave, sumamente agradable. En el azul del cielo, un milano se mece confiado, oscilando su alargada cola con la sutileza de un hábil timonel.

Tras cruzar un pequeño puente, nos adentramos por un sorprendente sendero. Entre los cantiles y el río, asciende hacia el pueblo que tiene el mismo nombre que el río que lo acaricia. Antes nos asomamos a los remolinos del Pozo del Infierno, atávico y maléfico topónimo con el que, curiosamente, también es bautizada una telúrica surgencia en el cercano Quintanilla de Valdebodres.  Allí, no hace mucho tiempo, pudimos disfrutar de una buena tarde de bolos.

Al llegar al pequeño y escondido pueblo de Nela, me siento gratamente sorprendido. Hacía años que no lo visitaba y lo que entonces parecía un pueblo condenado al abandono, ahora tenía alguna casa recuperada con inusitado gusto. Percibo que hay vida, calidez. Allí estamos, apreciando el privilegiado paisaje que se nos abre por encima de los tejados, cuando vemos a una mujer de mediana edad. De rostro y trato afable, rápidamente entramos en conversación. Hablamos de temas actuales que nos inquietan como la temida y amenazadora fractura hidráulica que se cierne sobre las Merindades. Regenta unos alojamientos rurales: Manzanela; aunque no es nativa, nos habla en un perfecto castellano. Por la relajada suavidad con que pronuncia las consonantes, tal vez sea inglesa... 

Voy buscando lugareños, y a ser posible ancianos, para rescatar sus recuerdos sobre la manera antigua de jugar a los bolos. Su memoria, por no ser escrita, se pierde como ocurre con nuestro rico patrimonio cultural inmaterial, y trato de documentarlo con la pasión del etnógrafo. 

Con pocas esperanzas, le pregunto si sabe en dónde jugaban. Para mi sorpresa, me indica con precisión el sitio: en una curva, entre una tapia y a la vera del camino. 

—Allí —dice con seguridad— se encontraba, antiguamente, el “juegabolos" e incluso tengo una bola que me regalaron en Puentedey, pero no sé muy bien cómo se jugaba.

Agradezco la explicación y nos disponemos a continuar la excursión. Antes, nos aclara dudas sobre el Castro, donde ella tiene tres caballos. Me vuelvo hacia Álvaro con una mirada cómplice. Sé que le gustan los caballos. Ella capta la mirada y le pregunta con afable sonrisa si le gustaría vivir en un sitio así, en medio de la Naturaleza, pero él, con sus trece años, le responde con un escueto, pero rotundo, no.  Me siento un poco incómodo con tal brusquedad, ausente de hipocresía, y me pregunto que si todos diéramos respuestas tan francas y directas, ¿qué pasaría en el mundo?

Nos despedimos de tan agradable compañía y, tras echar una ojeada a la rueda de molino del pórtico de la iglesia y a su bello reloj de sol tallado en piedra —memento mori—, continuamos la ruta, río abajo, entre álamos y alisas.

—No es que no me guste vivir aquí. Es precioso, pero no hay gente, ni chavalas… —enfatiza con un brillo en sus ojos.

Sonrío y evoco recuerdos pasados de mi adolescencia. Sin embargo, le hablo de Tolstoi, del genio de la literatura rusa: 

—¿Sabías que escribió una serie de reglas, para conseguir la felicidad, y que una de ellas era mantenerse alejado de las mujeres? 

Me mira incrédulo y lo dejo pensando. Lo miro de soslayo, con complicidad, pero no le aclaro que, en realidad, Tolstoi no cumplió casi ninguna de las reglas que se propuso. ¡Qué sufra un poco!

Volvemos a cruzar el río y cogemos altura en dirección al Castro. En el camino, nos encontramos a un hombre y una mujer de cierta edad.

—¡Buenos días! —digo.

—¡Qué agradable mañana! — nos contestan.

—Venimos caminando desde Nela. ¡Un pueblo muy bonito! —afirmo con ganas de entablar conversación.

—Pues, precisamente, allí nací yo hace ya setenta y cinco años —me responde el señor, con sonrisa afable.

Por su manera de hablar, por su sombrero, por su exquisito bastón... percibo conocimiento, una cierta elegancia.

—¿Entonces, usted tal vez me pueda hablar algo de los bolos?  —pregunto expectante.

—Sí —responde con semblante alegre—. Claro que sí. La bolera de mi pueblo tenía una sola cureña y estaba rodeada de olmos muy antiguos y enormes, tanto que cuando terminábamos de jugar, guardábamos las bolas en los huecos de su interior.  

—Era un juego muy divertido y, además  —me insiste con vehemencia—, muy importante porque “hacía pueblo". Echábamos partidas muy buenas y variadas; en algunas ocasiones, poníamos una raya en el suelo y jugábamos al pasabolo, pero lo más habitual era jugar a bolos. El que quería podía tirar a dar el cuatro a calva, y no se solía apostar salvo el día de la fiesta. Como hacía mucho tiempo que no existía la cantina de Nela, subían desde Brizuela una cantina portátil que ponía, incluso, su propia bolera. Apostaban, al menos, lo que se llamaba “la costumbre” que solía ser un litro de vino. 

—¿Se dejó de jugar hace mucho tiempo? —le pregunto.

—Hace muchos, muchos años, cuando yo tendría unos dieciséis años. El juegabolos estaba un poco más arriba de la iglesia, junto a una curva al lado de la carretera, pero al ensanchar esta, destrozaron el juego. Cuando éramos pequeños teníamos también nuestra propia bolera en la parte superior del pueblo, camino de Quintanilla de Valdebodres, a la derecha.

—En Brizuela —continúa— había varias boleras. Una, detrás de la casa de concejo, junto a la casa bonita con escudos. Puede que aún estén los tablones. Es una pena ver cómo están los bolos —se lamenta—. Yo vivo en Maliaño (Cantabria), pero hace unos años me acerqué al Soto de Villarcayo para ver jugar a los bolos. Me sorprendió comprobar que la mayoría era gente de mi edad, cuando antes, sin embargo, era un juego de juventud.

—¿Y cómo se llama usted?

—Román Mozuelos —me dice siempre con su agradable sonrisa.

—¡Un placer! —y nos despedimos.

—Me está gustando esta excursión, Álvaro. ¡Tal vez escriba algo! No tengo nada para apuntar y debemos recordar este nombre. Déjame pensar... Lo voy a asociar con Ramón el del pueblo y con Mozart. ¿Qué te parece? Un pasiego y un compositor como recurso mnemotécnico. Ya sé que es una extraña combinación, pero creo que puede funcionar. Y tú, por si acaso se me olvida, recuerda tu querido Rondo alla Turca

—¡No sé me olvidará! —asiente.

Proseguimos nuestro suave, pero constante ascenso hasta llegar a lo alto del Castro. Vemos restos de cabañas circulares derruidas, muros divisorios, lienzos de murallas… Un gran y extenso yacimiento, espléndidamente situado y protegido por un soberbio entorno natural.

Vista de los castros de la Maza y de la Muela desde el castro de Brizuela.

—Mira —le indico— por el sur y oeste tienes este farallón rocoso que hace de muralla natural; por el norte y este, el río que lo circunda y protege. Imagínate por un momento que vuelves a la Edad del Hierro; tu vida dependería de la caza, de la pesca, de la recolección, del pastoreo del ganado y de una agricultura, probablemente, poco desarrollada. Sabían muy bien lo que hacían. Fíjate, por ejemplo, en la comunicación visual con otros castros, en cómo se ve perfectamente el castro de la Maza y el de Dulla.

Por un momento, desde lo más alto del Castro, asomados al acantilado, percibo cómo su imaginación adolescente asciende mientras fija su mirada en los buitres leonados que nos sobrevuelan.

Hablamos de los cántabros, autrigones y romanos, de la importancia de estos castros en la época alto medieval, de la Castilla más primitiva, de la necesidad de protegerlos para evitar su expoliación.

—Observa con atención estos pequeños agujeros —le digo con seriedad—. No son fruto de catas arqueológicas ni de la búsqueda de trufas por parte de jabalíes. Son obra de furtivos que, utilizando detectores de metales, saquean sin ningún tipo de escrúpulo los yacimientos, dificultando enormemente su interpretación histórica.

Ya sobrepasada la hora sin sombra, retomamos la senda y, esquivando encinas y piedras, descendemos lentamente. El sendero gira hacia el sur y luego torna hacia el oeste para dirigirnos, a través de una fértil vega, hacia Brizuela. Hace un par de años conversé con Rocco, su regidor, un italiano que también posee una casa rural llamada Fuentetrigo. Me mencionó su loable intención de recuperar el juego de los bolos.

Nos acercamos a una casona con varios emblemas heráldicos que atestiguan el paso del tiempo y la huella de diferentes épocas. La mitad de la casa muestra unas bellas ventanas apuntadas y geminadas de un gótico tardío. Altivos escudos delatan el orgullo de sus antiguos propietarios. En su parte posterior, junto a la casa de concejo, se halla la bolera, ya abandonada. El espacio es excelente, pero parece un terreno particular. Por un momento, me imagino la bolera repleta en algunos de los desafíos de épocas pasadas .

—Se hace tarde hijo. Tal vez debamos irnos. ¿Recuerdas cómo se llamaba el señor que guardaba las bolas en los troncos de los viejos olmos?

—Mozart— responde raudo.

—¡Sí! ¡Román! ¡Buen señor! ¡Cómo me ha gustado su música!


Óscar Ruiz, abril 2015.