APROXIMACIÓN ANTROPOLÓGICA AL JUEGO DE BOLOS EN QUINTANILLA DEL REBOLLAR (MERINDAD DE SOTOSCUEVA)

El triscar de los bolos (1965-1990)

Pertenezco a una generación de transición de un modo de vida rural a otro urbano. Mis padres, naturales de las Merindades, emigraron a comienzos de los 60 como tantos y tantos habitantes de nuestra tierra. La mayoría lo hacía a Bilbao, por ser una cercana zona industrial pero a mi familia el destino la llevó a Madrid y allí nací yo. Nuestra vinculación con el pueblo, no obstante, fue grande porque desde bien pequeño, pasábamos allí casi una cuarta parte del año. Eran los tres meses de verano y nos “soltaban” igual que se suelta el ganado a pacer en el monte. ¡Éramos libres!, una sensación que marcaría poderosamente mi infancia y que me haría añorar, cuando apesadumbrados volvíamos al rigor de la ciudad, la vuelta a la primitiva, salvaje y ansiada libertad de la vida en la montaña.

Los nacidos a mediados de los 60, pertenecemos a aquella generación del baby boom. Éramos tantos chicos y chicas que teníamos pandillas bien estrictas, en las que un simple año de edad podía suponer que pertenecieses a una u a otra. Además había una diferencia entre los del pueblo y los veraneantes y, dentro de estos últimos, había que matizar entre los que teníamos familia en el pueblo y los que no.

Mis primeros recuerdos de los bolos se mezclan casi con mis primeras sensaciones vitales. No sé qué edad tendría pero debía ser muy, muy pequeño porque aún rememoro con nitidez, cómo los juncos que había junto al juegabolos de los chavales, me cubrían casi por completo y allí veía yo a los niños mayores hacer "cantar" a los bolos. Mi más temprano recuerdo, por lo tanto, fue musical.

Esta bolera, ya desaparecida, estaba en el primer recodo que hay más arriba del puente, en la margen izquierda del río, al lado de la casa de Damián y Rosario. Estaba rodeada, entonces, por árboles y una frondosa vegetación que mi rasgada memoria recuerda como una selva impenetrable, en ocasiones enfangada, solo atravesada por las vacas para ir a beber al río y por los chavales para jugar a los bolos o aventurarse en el "Cuadro", un terreno comunal al otro lado del río al que accedías tras hacer equilibrios sobre el tronco que se alzaba sobre su cauce.

Un poco más crecidos jugábamos, cuando no lo hacían los mayores, en su bolera que se encontraba más abajo del puente, en la margen derecha del río Ulemas. Es la única bolera que existe en el pueblo en la actualidad y su situación es excepcional, entre el río y una cuesta con gradas que se adaptan sabiamente al desnivel del terreno como si fuera un teatro griego antiguo.

Entonces, el pueblo estaba lleno de árboles y había chopos enormes que flanqueaban la parte alta de la bolera. Las hojas se mecían con el viento y con su arrullo, “el canto” de los sapos y el murmullo del río, te dormías plácidamente. ¡Auténtica música de la Naturaleza! Aún recuerdo el disgusto que nos llevamos cuando los cortaron.

Las cureñas (tablones) a principios de los años 70 eran tres, de roble y con grandes surcos a lo largo de su maltrecha superficie. Estrechas y envejecidas, sobresalían sobre el terreno encharcado como si fueran buques varados en un mar cenagoso. Al regarse abundantemente para facilitar el deslizamiento de las bolas, el agua se derramaba por los bordes de la madera y, por falta de puntería, siempre "naufragaba" alguna que otra bola. Si no estabas atento, la bola de un chambón (jugador poco hábil) te podía salpicar de barro hasta las cejas. Había cuatro lances del juego que producían el natural jolgorio de la gente. Que te dieran un bolazo por estar despistado (entonces los bolos eran más ligeros porque muchos se hacían de avellano y, aunque volaban con facilidad, no había una sensación de gran peligro). Que te ensuciaran la ropa por pegar la bola en un charco (ir a casa sin la ropa manchada de barro era una utopía). Que pegase la bola en el morro de la cureña quedándose parada en seco (entiéndase que el tablón se elevaba, amenazador, sobre el terreno) y, por último, que tu bola no pasase del mico (bolo pequeño que vale cuatro). Esta última jugada era bastante frecuente porque se ponía, en muchas ocasiones, el mico a la viga (madero al final del juegabolos) y había que lanzar con alegría para llegar; el que tiraba el último, si no lo hacía con mucha fuerza y calculada dirección, tenía bastantes probabilidades de que su bola golpease en las demás (no se movían de donde habían quedado) y no pasase del mico. Era una jugada bastante humillante pues la bola era considerada como morra, es decir, una bola no válida que se devolvía sin poder tirar para abajo.

Los bolos no se plantaban rectos, como hoy en día, sino que se inclinaban con la arcilla en función de las circunstancias. Un jugador de tu mismo equipo lo hacía. Si ibas a tirar a dar el mico con los bolos porque estaba muy abierto, te inclinaba los tres bolos en su dirección pero si tu intención era darle con la bola, entonces te torcía el primer bolo en dirección contraria para darle entrada a la bola, como se solía decir. ¡Todo un arte!

Recuerdo muy bien la expectación que se formaba en las partidas de bolos que había el domingo después de misa. Las gradas repletas de gente y siempre un porrón, que se apostaban y pagaban los jugadores, circulando alegremente entre el público. Entre los jugadores había de todo pero destacaban algunos muy buenos y respetados que hacían triscar maravillosamente los bolos.

Tal vez influenciado por la pasión que sentía mi padre por los bolos y por las hazañas, sin duda aderezadas, que corrían de boca en boca, siempre revestí este juego de un aura caballeresca en el que importaba más el cómo dar los bolos que el hecho mismo de derribarlos. Había maneras y maneras bien valoradas por los ancianos entendidos. Por ello, me gustaban los que sabían lanzar la bola con elegancia, con clase; aquellos que tras un braceo aéreo, majestuoso, tiraban casi al ras del suelo, sin dejar crecer la hierba como comúnmente se decía. Entre ellos, recuerdo a Ramón, cuñado de Pedrín, un jugador temperamental que castigaba sin piedad su boina, arrojándola contra el suelo, cuando una bola bien tirada rozaba el mico sin derribarlo; a Daniel "el Che", y sobre todo, a Justo cuya manera de lanzar la bola con un efecto envolvente era espectacular.

En la cabecera de la bolera y apoyadas contra las vigas, había unas viejas ruedas de tractor, recicladas con ingenio, que frenaban el impacto de las bolas aunque su función principal, era almacenar agua en su interior para que la bola humedecida se deslizase mejor por la cureña. Cuando llegaba tu turno mojabas la mitad de la bola, la dabas un golpe contra la viga para quitar el agua sobrante y te colocabas en el cas (hendidura sobre la que fijas el pie) para tirar.

Junto al nogal de la entrada, en un pequeño hueco en el suelo no podía nunca faltar la imprescindible y siempre presente arcilla para plantar bien los bolos derribados.

Por entonces, los mayores no nos dejaban jugar si no llegábamos desde el cas que estaba más lejos que el actual, por lo que hacíamos ímprobos esfuerzos a la temprana edad de diez u once años. Me acuerdo perfectamente cuando solo llegaba con una bola que llamábamos “la acorchada” y te creías importante.

Esta manera de tirar me hizo desarrollar, con el tiempo, un estilo de gran potencia aunque muy irregular porque alternaba bolas espectaculares (mi mayor “proeza” fue machacar de tal manera un bolo de avellano que, en inverosímil parábola, llegó hasta la mitad de la carretera) con blancas o morras clamorosas. Solo un hecho casual me hizo cambiar y, a la larga, mejorar. Fue al comienzo de las vacaciones. Las pocas bolas comunales que había, estaban rotas por su asa y solo mantenían la chapa que solían reforzar la agarradera. En el primer lanzamiento me desgarré la mano y, con la mano vendada durante unos días, tuve que aprender a templar la bola para poder seguir jugando.

Aquel verano, mi hermano y yo jugábamos unas partidas inolvidables contra dos jóvenes del pueblo: Lucas y Poldi. Eran tan disputadas e intensas que nos llevaban hasta el anochecer y el último juego siempre nos guiábamos por el oído porque, por más que agudizábamos la vista, apenas intuíamos los bolos como sombras difuminadas, disformes...

A comienzos de los años 70 se produjo una cierta efervescencia en el mundo de los bolos al entrar en la categoría de disciplina deportiva bajo la denominación de “Tres Tablones". Esos nuevos aires llegaron al pueblo y tuvieron consecuencias positivas pero también negativas.

En el año 1977 colocarán en Quintanilla las chapas o cureñas metálicas en sustitución de las cureñas de madera. Al mismo tiempo algunos jugadores empezaron a comprarse bolas privadas, de mucho volumen, que solamente podían tirar ellos y que eran claramente mejores que las comunales del pueblo. La brecha se abrió y, como consecuencia, algunos jugadores veteranos del pueblo, acostumbrados a jugar con bolas pequeñas y colectivas empezaron a dejar de jugar. El juego ya nunca fue tan bonito como lo había sido hasta entonces. No es cuestión de echar la culpa a nadie porque fue una práctica generalizada en numerosos pueblos de las Merindades pero, con el tiempo, me daría cuenta del peligro que conlleva convertir un juego en un deporte si no se sabe hacer con tiento y sensibilidad.

Con catorce o quince años, ya jugábamos contra los mayores en las habituales partidas de cuatro contra cuatro. Me acuerdo, por su intensidad, de las disputadas contra Metrio, Chencho, Cundi y José Mari. En ocasiones también jugaba con ellos, Mingo, hermano menor de Dulio y Fredo; “los del prao” se hacía llamar en alusión al barrio en que vivían: el Prado Mayor. Eran todos buenos jugadores pero quizás el mejor, en el nuevo estilo de jugar, era José Mari. Manejaba con facilidad la bola más pesada y tenía un pulso excelente. Nos solían ganar con relativa facilidad porque eran muy seguros, no fallaban los tres bolos y tenían sus bolas propias con las que participaban en los campeonatos que había por todos los pueblos. Nosotros aún éramos demasiado jóvenes y, en nuestro equipo, siempre fallaba alguno a pesar de haber buenos jugadores como Matías, Francis... Con los años las tornas irían cambiando, jugándose partidas de gran nivel que creo que hicieron, durante algunos veranos, las delicias de los ancianos. De estos me acuerdo muy bien: Gildo, Xuperio, Abundio, José, Damián, Pedrín… Todos con boina y cachava, sentados a tu espalda y dispuestos a la frase sentenciosa cuando tirabas para abajo. En ese momento previo al lanzamiento, casi siempre escuchabas algún comentario: “ábrete más”, “cierra y asegura los tres”, “tira a los riñones”, “mándalos a la viga”…

En los años 80 íbamos a las fiestas y jugábamos por la noche hasta las tantas, en pueblos como Fresnedo, Villamartín, Entrambosríos...

Recuerdo especialmente una noche en Quisicedo, en las fiestas de Santiago, jugando con Sebas, Ramiro y Lucas. No es que fuéramos los mejores pero todo nos salía bien; así que ganamos, uno tras otro, todos los desafíos y llegamos a mandar, no sin cierto peligro, un bolo al baile de la plaza y las chavalas, a pesar de ello, cómo se reían...

"Los bolos son diablos” dice la expresión y no es una expresión vana porque, en verdad, podría contar muchas jugadas raras e increíbles que harían dudar a más de uno de su verosimilitud. Tal vez, la que más me haya impresionado fue los siete bolos que bajó Lucas, un buen jugador del pueblo que tiraba muy cerrado, con potencia, bola de peso y raso. A la bola le daba tanto efecto a la mano que cruzaba no solo el primero sino el segundo bolo y, en aquella ocasión, en la bolera Ulemas, con el primero corneó y derribó los dos bolos centrales y con el segundo los dos últimos de las otras cureñas. Lo retengo bien en mi memoria porque solo al viento le he visto hacer una hazaña mayor.


Óscar Ruiz, noviembre 2014.


* Puedes ver imágenes del pueblo que muestran una pequeña selección de su patrimonio cultural y escuchar a jugadores, nacidos en los años 30, en este vídeo de Quintanilla del Rebollar con testimonios orales de jugadores de bolos veteranos.

Actualmente Quintanilla del Rebollar es uno de los pocos pueblos de las Merindades en el que los niños juegan asiduamente a los bolos en verano. Y es sencillo. Solo hace falta buscarles bolas adecuadas, enseñarles y organizar actividades atractivas.