Apriessa cantan los gallos e quieren quebrar albores… 

Cantar de mio Cid, verso 235.

Los bolos son diablos

Cuando me acerqué a la escondida aldea, me indicaron la cueva en la que podría encontrar al pastor Romualdo. Pensé que iba a escuchar una más de las numerosas leyendas que abundan en la Vieja Montaña, pero desde el primer instante, me inquietó el lúgubre énfasis con que se destilaban cada una de las palabras de aquel noble anciano, de una extraordinaria y serena apostura. Sentado junto a una tapia a la sombra de un viejo roble, fijó en mí sus profundos ojos y comenzó este relato: 

«Cuentan hombres dignos de crédito que aconteció, en un tiempo muy remoto y nebuloso del Medievo, un hecho singular que impactó a unos rudos y aguerridos caballeros —me decía el anciano con extraordinaria lentitud, mientras pasaba la mano por el intrincado laberinto de su cayado de fresno—. Hacía más de una centuria que la audacia invasora de Tariq había duramente apesadumbrado a los próceres visigodos y la sombra de la media luna se cernía imparable; sin embargo frente a ellos, en unas remotas tierras de las Montañas del Norte, sus pobladores resistían a duras penas. Los árabes, ávidos de botín, protagonizaban razias cruentas un estío tras otro. Atravesando una sinuosa garganta entre las montañas, saqueaban valles, quebrantaban pueblos y arruinaban cosechas, mientras sus moradores, impotentes, se refugiaban en la espesura de los bosques más escabrosos. Era preciso detenerlos. Hacía falta un grupo de hombres de singular valor que pudiera hacer frente, en lo más angosto del desfiladero, al altivo ejército que combatía —barruntaba más de uno— con la ayuda de Alá el Más Grande.

Los hombres más sabios, reunidos bajo un sagrado tejo, indecisos dudaban entre dos prudentes guerreros. Seducidos por las indicaciones de un venerable ermitaño (los designios de Dios son inescrutables), optaron porque la templanza demostrada en su juego preferido, decidiera su liderazgo.

Colocaron enhiesto un lánguido bolo de avellano frente a una estrecha y profunda sima. Vencería el primero que, tras derribarlo con robusta bola, consiguiese que se abismase por la tenebrosa abertura. Y, en caso de empate, vencería el que tuviera el suficiente valor para recuperarlo de las profundidades.

Tras precisos impactos que asombraron a aquellos esforzados y curtidos hombres, los dos —Laynus y Nuño que así se llamaban— consiguieron impeler su bolo hasta la oscura grieta, pero cuando se disponían a descender al abismo, despreciando el riesgo, el sonido de un lejano cuerno les avisó de la cercanía del peligro. 

Con presteza dirigieron sus huestes hacia el desfiladero y, cual cónsules romanos, batallaron codo con codo, con incombustible denuedo, durante dos días y dos noches, rechazando a los sarracenos.

Una inquebrantable amistad, fruto del peligro compartido, surgió entre ellos.

 Gobernaron conjuntamente con tanta ecuanimidad que empezaron a ser reconocidos más por la equidad con la que impartían justicia que por sus pasadas hazañas guerreras. Sin embargo, un claro atardecer de mayo, cabalgaban cerca de la sima, y, más por probar su valor que por alterar el statu quo con el que tan conformes estaban, decidieron recuperar los bolos de las profundidades. Prepararon luengas escalas y descendieron a la oscura torca con el mismo coraje que habían demostrado en las batallas. 

El sol se puso, las estrellas sembraron el cielo en una dulcísima noche, pero los héroes... no regresaban. La espera se hizo tensa. Los gritos con que los llamaban sus mesnadas al amanecer, devolvían un silencio angustioso. Cabizbajos, acudieron ante el venerable anciano que tal prueba les aconsejara, pero súbitamente, desvaneció su vetusta imagen en parva de cenizas (mors certa, hora incerta) ante el hondísimo estupor de aquellos corazones aguerridos.

Desde entonces —dicen que los bolos son diablos—, nunca más se supo de aquellos famosos jueces y, como el mar que todo lo arrastra y el tiempo que todo lo muda, salieron del río de la historia y entraron en el de la leyenda». 


Óscar Ruiz, septiembre 2013.